LA VUELTA
- Beatriz Galiano
- 11 sept 2018
- 1 Min. de lectura
He terminado con la sensación de haber pintado un templo. El Olympia lo fue, lo es, lo será… Sabe a ceremonias, a liturgia, huele a lugar sagrado. Allí llegó a proclamarse la mejor música por los más grandes. Guarda la voz de Piaf, de Chevalier, de Brel o de Becaud, como si fuera una psicofonía de la gloria, un más allá del que llegaran los aplausos interminables… Y guarda también la voz de Raphael. La voz que dejó en una lejana noche de 1967, aquella de la foto donde el amor le aprieta la cara.
Raphael vuelve al Olympia y yo lo siento estremecida como el anuncio de un gran acontecimiento. Mi júbilo va en un cartel que distribuye dos tiempos cromáticos, ayer y hoy, unidos como por un puente negro de fondo de soires de París. Queda como un meridiano invisible que deja arriba el recuerdo imborrable de monsieur Coquatrix presentando al artista, con su nombre luminoso, en la fachada levantada de neón. Y un vago eco de celuloide, de NODO que envía al mundo entero el telegrama del éxito, cuando un artista español conquistó lo que nadie antes había conquistado.
Abajo está Raphael hoy, pletórico, feliz, joven, vivo en sus ojos con brillo de presente y sonriendo como un día lo quiso Barclays para sus portadas. Abajo queda la eterna habilidad artística de Raphael: regresar con caminos de ida. El siempre hace el milagro de volver yendo. Y nosotros lo esperamos donde siempre, pero en el nuevo día de otra gran noche.
Beatriz Galiano.


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